Cuando leo sobre la frustración de Bibi por la falta de alimentos en una muestra de arte que fue a ver, me quedo pensando en el fenómeno de lo reconfortante que es comer de arriba. No importa el tipo de evento que sea: un cumpeaños de un chico en un pelotero de barrio, la inaguración de una instalación artística de comadrejas muertas, la inaguración de un local de venta de relojes cu-cu, un casamiento de campanillas... Siempre la gente se arroja sobre los alimentos sin contemplaciones.
Recuerdo, por ejemplo, una vez que fuimos al premio Planeta. Servían bocaditos y estaba todo bien. Pero pasaban los minutos y todos querían algo más consistenete. Cuando al descorrer los cortinados aparecieron los platos calientes, nadie escatimó en codazos o gestos de preocupación por lo relegada de su posición para tomar los alimentos. Para colmo de males, no había mesas. Comer parado un plato jugoso es un arte sutil. Encontré una repisa sobre un espejo que me pareció un punto adecuado. Pero pronto escritores, periodistas, un músico alternativo y hasta una actriz famosa, me coparon la parada. Estábamos todos igualados en el acto de alimentarnos. Las bocas llenas, el fin del diálogo intelectual. El mero intercambio de datos útiles: a la izquierda pasa mozo con servilletas, a la derecha alguien olvidó un salero. La mera destreza para comer más que los otros, elegir los platos más suculentos, y vislumbrar los camareros que renovaban las bebidas eran la única prueba de superioridad.
Otra vez, en la Feria del Librero, convocaron a un stand donde tocaría un conocido grupo de tango y se comerían empanadas. Los músicos tocaban, pero las empanadas no aparecían. El murmullo de las turbas excitadas crecía. La indignación se apoderaba de todos. Cuando finalmente los alimentos aparecieron, los mozos no tuvieron tiempo de organizar la repartija. La gente se tiró furiosa sobre ellos con el objeto de agarrar de a dos empanadas y ganar tiempo. Las traicioneras empanadas escupían un juguito cobrizo sobre las corbatas de los angurrientos.
Se me podrá decir que estos eventos se relacionan con gente de la cultura, siempre medio muerta de hambre. Esgrimo otros argumentos:
Reunión de ABA (Asociación de Banqueros Argentinos). El programa anunciaba un coffee break con masitas para las 5. A esta hora todos emigraban de las conferencias, pero las puertas dobles de acceso del salón del hotel cinco estrellas donde se ofrecía el refrigerio no se abrían. La gente gesticulaba nerviosa. Se la veía mucho más preocupada por las masitas que por la situación del país: corría el año 2000 y el país se estaba por ir al carajo. Cuando las puertas, finalmente, se abrieron, se vio a conocido propietario de un banco nacional empujar a colegas y funcionarios para hacerse de apetitosas masitas secas. Preveía que su alianza con la Alianza iba ser un mal trato, y acumulaba grasa -como los camellos- para un próximo período de sequía.
Otro: casamiento muy paquete en Baires. Unen su destino dos jóvenes de buena familia. Vestidos deslumbrantes, joyas brillosas, salón bien decorado. El plato principal se hace esperar más de lo necesario. Finalmente, hacen su aparición unas portadoras de alimentos con rueditas. La gente se da cuenta de que se tiene que parar para servirse. Los que tienen un momento de indecisión lo pagan caro y quedan muy atrás en las colas. La fila avanza lento, y recuerda más a imagen de campamento, comedor escolar o prisión que a paquete casamiento. En eso, cunde el pánico. En las bateas la comida comienza a escasear. Los que todavía no han sido atendidos tendrán que esperar una segunda tanda de alimentos ¡si es que alguien no realizó un funesto mal cálculo y se quedarán sin comer! Todos comentan el caso abochornados y la madre de la novia está muy colorada. Finalmente, le dicen a la gente grande que se siente, que le llevarán el plato a la mesa. La calma y el glamour vuelven al salón.
Cuando se trata de una comida de arriba la gente se siente compelida a ingerirla. Aunque no tenga hambre. Aunque no le guste. Aunque tenga que empujar a un anciano para conseguirla. Aunque pueda comerla en su casa o en el boliche de la esquina y no pasar por tantos disgustos: vestirse, socializar, figir que importa el motivo convocante.
Recuerdo, por ejemplo, una vez que fuimos al premio Planeta. Servían bocaditos y estaba todo bien. Pero pasaban los minutos y todos querían algo más consistenete. Cuando al descorrer los cortinados aparecieron los platos calientes, nadie escatimó en codazos o gestos de preocupación por lo relegada de su posición para tomar los alimentos. Para colmo de males, no había mesas. Comer parado un plato jugoso es un arte sutil. Encontré una repisa sobre un espejo que me pareció un punto adecuado. Pero pronto escritores, periodistas, un músico alternativo y hasta una actriz famosa, me coparon la parada. Estábamos todos igualados en el acto de alimentarnos. Las bocas llenas, el fin del diálogo intelectual. El mero intercambio de datos útiles: a la izquierda pasa mozo con servilletas, a la derecha alguien olvidó un salero. La mera destreza para comer más que los otros, elegir los platos más suculentos, y vislumbrar los camareros que renovaban las bebidas eran la única prueba de superioridad.
Otra vez, en la Feria del Librero, convocaron a un stand donde tocaría un conocido grupo de tango y se comerían empanadas. Los músicos tocaban, pero las empanadas no aparecían. El murmullo de las turbas excitadas crecía. La indignación se apoderaba de todos. Cuando finalmente los alimentos aparecieron, los mozos no tuvieron tiempo de organizar la repartija. La gente se tiró furiosa sobre ellos con el objeto de agarrar de a dos empanadas y ganar tiempo. Las traicioneras empanadas escupían un juguito cobrizo sobre las corbatas de los angurrientos.
Se me podrá decir que estos eventos se relacionan con gente de la cultura, siempre medio muerta de hambre. Esgrimo otros argumentos:
Reunión de ABA (Asociación de Banqueros Argentinos). El programa anunciaba un coffee break con masitas para las 5. A esta hora todos emigraban de las conferencias, pero las puertas dobles de acceso del salón del hotel cinco estrellas donde se ofrecía el refrigerio no se abrían. La gente gesticulaba nerviosa. Se la veía mucho más preocupada por las masitas que por la situación del país: corría el año 2000 y el país se estaba por ir al carajo. Cuando las puertas, finalmente, se abrieron, se vio a conocido propietario de un banco nacional empujar a colegas y funcionarios para hacerse de apetitosas masitas secas. Preveía que su alianza con la Alianza iba ser un mal trato, y acumulaba grasa -como los camellos- para un próximo período de sequía.
Otro: casamiento muy paquete en Baires. Unen su destino dos jóvenes de buena familia. Vestidos deslumbrantes, joyas brillosas, salón bien decorado. El plato principal se hace esperar más de lo necesario. Finalmente, hacen su aparición unas portadoras de alimentos con rueditas. La gente se da cuenta de que se tiene que parar para servirse. Los que tienen un momento de indecisión lo pagan caro y quedan muy atrás en las colas. La fila avanza lento, y recuerda más a imagen de campamento, comedor escolar o prisión que a paquete casamiento. En eso, cunde el pánico. En las bateas la comida comienza a escasear. Los que todavía no han sido atendidos tendrán que esperar una segunda tanda de alimentos ¡si es que alguien no realizó un funesto mal cálculo y se quedarán sin comer! Todos comentan el caso abochornados y la madre de la novia está muy colorada. Finalmente, le dicen a la gente grande que se siente, que le llevarán el plato a la mesa. La calma y el glamour vuelven al salón.
Cuando se trata de una comida de arriba la gente se siente compelida a ingerirla. Aunque no tenga hambre. Aunque no le guste. Aunque tenga que empujar a un anciano para conseguirla. Aunque pueda comerla en su casa o en el boliche de la esquina y no pasar por tantos disgustos: vestirse, socializar, figir que importa el motivo convocante.
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