En el documental “Niebla de Guerra”, el político y ex ministro de defensa de John F. Kennedy, el estadounidense Robert McNamara, recuerda los ataques que se realizaron sobre la población civil japonesa con bombas incendiarias y, finalmente, con dos bombas atómicas, y concluye que si EE.UU. hubiera perdido la guerra, ellos hubieran sido juzgados como criminales de guerra.
Takuya, el militar japonés que protagoniza esta historia, tiene reflexiones similares a las de Mc Namara. Cuando el Ejército Imperial logra capturar a pilotos norteamericanos culpables de bombardear a ciudadanos inocentes, todos encuentran natural que se los condene a muerte, y Takuya toma parte en las ejecuciones.
Pero cuando Japón pierde la contienda bélica, estos actos comienzan a ser juzgados como crímenes de guerra, y Takuya debe huir para no ser ahorcado. Mientras el protagonista escapa y se esconde en diferentes sitios de un país devastado, van mudando sus reflexiones sobre el tema. Que en la derrota sean juzgados como criminales atroces, en tanto los militares norteamericanos que atacaron a civiles indefensos pasan como héroes, termina por parecerle natural. Es el vencedor quien realiza su voluntad, aunque la enmascare bajo criterios de justicia universal. Lo que indigna a Takuya es el cambio en la propia sociedad japonesa, que vira sus opiniones conjuntamente con la de sus ocupantes. El Ejército Imperial del que antes estuviera tan orgulloso resulta después el culpable de todos los males del país, y los criminales de guerra, bestias horribles con los que no se puede coexistir.
Más allá de los dictámenes de la justicia, y del juicio tácito social, Takuya es cercado por el remordimiento. En defintiva, él mató a un hombre indefenso que también cumplía órdenes. Las imágenes del hombre que decapitó en el bosque persiguen a Takuya, porque en última instancia, el acto de matar nunca es gratuito.
Takuya, el militar japonés que protagoniza esta historia, tiene reflexiones similares a las de Mc Namara. Cuando el Ejército Imperial logra capturar a pilotos norteamericanos culpables de bombardear a ciudadanos inocentes, todos encuentran natural que se los condene a muerte, y Takuya toma parte en las ejecuciones.
Pero cuando Japón pierde la contienda bélica, estos actos comienzan a ser juzgados como crímenes de guerra, y Takuya debe huir para no ser ahorcado. Mientras el protagonista escapa y se esconde en diferentes sitios de un país devastado, van mudando sus reflexiones sobre el tema. Que en la derrota sean juzgados como criminales atroces, en tanto los militares norteamericanos que atacaron a civiles indefensos pasan como héroes, termina por parecerle natural. Es el vencedor quien realiza su voluntad, aunque la enmascare bajo criterios de justicia universal. Lo que indigna a Takuya es el cambio en la propia sociedad japonesa, que vira sus opiniones conjuntamente con la de sus ocupantes. El Ejército Imperial del que antes estuviera tan orgulloso resulta después el culpable de todos los males del país, y los criminales de guerra, bestias horribles con los que no se puede coexistir.
Más allá de los dictámenes de la justicia, y del juicio tácito social, Takuya es cercado por el remordimiento. En defintiva, él mató a un hombre indefenso que también cumplía órdenes. Las imágenes del hombre que decapitó en el bosque persiguen a Takuya, porque en última instancia, el acto de matar nunca es gratuito.
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