Fabio Morábito tiene una biografía curiosa, ya que posee padres italianos, nace en Egipto, se cría en Trieste y vive desde su adolescencia en México. África, América y Europa se conjugan en el imaginario de Morábito para dar lugar a una creación extraña. Y, de hecho, lo que más nos impresiona de sus cuentos es lo insólito; la capacidad en la verosimilitud de lo extraño. Madres cazadoras de amantes que viven en los árboles, una familia de traductores que habita apiñada en una vieja casa hasta su rápida y cruel extinción, un hombre que arrastra el don y la fatalidad de escapar…
Pero Morábito no sólo está dotado para crear tramas poco habituales, sino también para sumir en la extrañeza lo cotidiano. Así, por ejemplo, en “El tapir” termina ocurriendo lo inevitable: el chico piola del pueblo le roba la novia al hijo del verdulero y en “La perra” una familia burguesa desconfía de su mucama dando por descontado que tarde o temprano les robará.
La lenta furia logra crear un clima muy especial a través de las sinestesias que parten del título mismo. Una furia lenta se emparenta con un chico que elige de compañero de juego a alguien que aborrece, un sismo controlado, el ataque sexual de las madres, un escapista familiero y tranquilo. En estos relatos todo parece transcurrir en la hora de la siesta. En tardes calurosas y aburridas donde nada debería pasar. Y sin embargo la violencia, el engaño, la enfermedad, el cambio irrumpen en la rutina del sol alto, del día tórrido. Y en consonancia con las historias originales, la prosa de Morábito nos produce perplejidad en su belleza simple:
“El temblor no llegó con su intenso cortejo de cristales ni su amplia funda de razones. Apenas se insinuó de casa en casa, sedoso y delicado, palpando las esquinas y las puertas. Los que dormían en los últimos pisos del edificio oyeron los golpes espaciados con que tanteaba la solidez de la construcción, un tenue ¡pum! ¡pum! ¡pum! Que la mayoría confundió con los latidos de sus pechos. Era como el primer ruido del mundo, no manchado por ninguna impureza.”
Pero Morábito no sólo está dotado para crear tramas poco habituales, sino también para sumir en la extrañeza lo cotidiano. Así, por ejemplo, en “El tapir” termina ocurriendo lo inevitable: el chico piola del pueblo le roba la novia al hijo del verdulero y en “La perra” una familia burguesa desconfía de su mucama dando por descontado que tarde o temprano les robará.
La lenta furia logra crear un clima muy especial a través de las sinestesias que parten del título mismo. Una furia lenta se emparenta con un chico que elige de compañero de juego a alguien que aborrece, un sismo controlado, el ataque sexual de las madres, un escapista familiero y tranquilo. En estos relatos todo parece transcurrir en la hora de la siesta. En tardes calurosas y aburridas donde nada debería pasar. Y sin embargo la violencia, el engaño, la enfermedad, el cambio irrumpen en la rutina del sol alto, del día tórrido. Y en consonancia con las historias originales, la prosa de Morábito nos produce perplejidad en su belleza simple:
“El temblor no llegó con su intenso cortejo de cristales ni su amplia funda de razones. Apenas se insinuó de casa en casa, sedoso y delicado, palpando las esquinas y las puertas. Los que dormían en los últimos pisos del edificio oyeron los golpes espaciados con que tanteaba la solidez de la construcción, un tenue ¡pum! ¡pum! ¡pum! Que la mayoría confundió con los latidos de sus pechos. Era como el primer ruido del mundo, no manchado por ninguna impureza.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario