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martes, septiembre 08, 2009

Navegar el dolor



Acabo de terminar de leer Aquarium de Marcelo Figueras y con las pestañas aún húmedas les cuento que es una novela fantástica. Figueras cuenta la historia de amor de Irit y Ulises, que es bien peculiar y conmovedora. La mujer de Ulises escapa de Argentina llevándose los hijos de ambos. Ulises, desesperado, llega a un Israel violento y hostil intentando recabar información sobre el paradero de sus chicos a cualquier costo.

En un incidente callejero, de los que ocurren tantos en un escenario donde cualquiera puede ser el enemigo, conoce a Irit que es una artista que trabaja en un centro de niños palestinos huérfanos. Sin siquiera poder comunicarse en una lengua común, se dan a un amor sin condiciones ni reparos. Irit ayuda a Ulises a buscar a sus hijos, Ulises ayuda a Irit a recuperar la idea de estar con un hombre que no sea un soldado. Figueras sugiere que en gran medida la pureza de la relación está dada por la ignorancia de las lenguas, por lo primitivo del encuentro, justamente en un lugar donde el otro siempre es enemigo:

“Ulises e Irit no podían malentenderse como los Franz y Sabina de Milan Kundera, porque ni siquiera compartían un lenguaje. La falta de este código en común les jugó a favor, evitándoles el peligro de esclavizarse a las palabras. En consecuencia su relación equivalía a la exploración de un territorio nuevo, sobre el que avanzaban sin reaseguros.”

Y como telón de fondo, Figueras nos pinta el paisaje de un Israel violento, paranoico, cercado por una comunidad musulmana empobrecida y despojada en la que los niños se enfrentan a los soldados con fusiles armados sólo con piedras. Un lugar demente que arrastra a todos. Un sitio que sólo podrá cambiar a partir de gente que decida mirar las cosas de forma diferente, como Irit que con su corazón demasiado grande, logra encontrar la belleza dentro del espanto y paga las consecuencias.

Figueras, además, construye pacientemente con pequeñas cuentas brillantes un relato tan sencillo como variado. La mentalidad de un psicólogo que al trabajar con los presos ha quedado cautivo de su lógica, las ideas de una artista cuya forma de moldear los materiales quedó signada por la lectura de un poema de Bishop, la analogía entre el desierto y el mar, un acuario como lugar de encuentro y entendimiento entre dos viudeces, un niño que ha perdido y encontrado todo, y un narval de belleza desconcertante. Danny –un niño huérfano del que no logran determinar la etnia– condensa las imágenes de dolor y fragilidad expresadas fragmentariamente en la historias de Irit y Ulises y Miriam y David. En la escena del acuario cristalizan todos los fragmentos compuestos en un momento de gran belleza y potencia dramática:

“Sentada en el banco obtiene una perspectiva (Danny diminuto, el cristal azul, el narval que parece flotar en el aire) que le hace lamentar su olvido de una cámara de fotos. […]

Precioso niño, oye que le dicen.

Su interlocutor es el viejo elegante con quien comparte el asiento. […]

La mayor parte de los niños grita de miedo, dice el viejo. Perturbados por formas y proporciones desconocidas, por la superposición de elementos que nunca han visto juntos: ese cuerpo sin aleta dorsal, esas manchas, ese cuerno. Otros golpean el cristal para llamar la atención. Con los puños, con monedas: un ruido horrible y agresivo. En cambio este pequeño se permite contemplar. Es un don raro en esta sociedad que nos acostumbra a tenerlo todo chasqueando los dedos. Hay algo sagrado en aquel que espera. Mientras el resto se ocupa de sus afanes, verá cosas que nadie ve.”

En Figueras la experiencia inmediata marca de forma insoslayable y honesta. El autor cubrió periodísticamente la segunda Entifada, de allí surge el conocimiento de un escenario (no sólo geográfico, sino esencialmente humano) y un conflicto a partir de la ecuanimidad en la comprensión del absurdo que supone toda guerra. Por otro lado, una serie de lecturas y músicas eclécticas conforman el espectro de referencias y sensibilidades. Trabaja con canciones de Brel, historias de Murakami, Kundera o Salinger… Un material diverso como el que utiliza la escultora para plasmar todas esas cosas terribles que quiere expresar. Pero uno de los elementos que más me gustó –porque era lo desconocido dentro de un territorio simpático por conocido– está la poesía de Elizabeth Bishop, que comparto con ustedes más abajo por si nos hermanamos en la ignorancia. Lo interesante es la forma en que Figueras trabaja con el proceso de construcción del poema, la manera en que se canalizan los procesos artísticos (no arrebatos inspirados, sino producto de una minuciosa tarea de preparación en la que se seleccionan elementos) y la analogía con la forma de elaborar los duelos.

“Navegó el dolor a sabiendas de que llegaría a alguna orilla, tarde o temprano. Con un poco de suerte arribaría a la aceptación que le transmitía One Art. No quiso apresurarse, todavía era novata en el arte de la pérdida; con el tiempo llegaría a practicarlo con algo parecido a la elegancia.”

One art
Elizabeth Bishop (EEUU, 1911-1979)

The art of losing isn't hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn't hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother's watch. And look! my last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn't hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn't a disaster.

-- Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan't have lied. It's evident
the art of losing's not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster.


Un arte

El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, las horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aún perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.

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