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lunes, septiembre 21, 2009

Sibelius en primavera




Hasta al friolento Jean le llega la primavera. En Sibelius las cosas cada vez tienen más color.

jueves, septiembre 17, 2009

Link en Mar del Plata


El Grupo de Investigación "Literatura, Política y cambio" invita a una charla debate con Daniel Link. Presentan: E.H. Berg, N. Fernández y J. Correa
Viernes 18 de septiembre a las 18.30, en el aula 45 de la Facultad de Humanidades UNMdP (Funes 3350)


DANIEL LINK nació en la ciudad de Buenos Aires en 1959. Es escritor, crítico literario y profesor universitario. Ha dirigido suplementos culturales y revistas literarias, entre ellos, Radar Libros y Magazine Literario. En ficción ha publicado Los años 90 (2001), La ansiedad (2004), Montserrat (2006) y el libro de relatos La mafia rusa (2008). En poesía, La clausura de febrero y otros poemas malos (2000). En 2007 estrenó su obra de teatro El amor en los tiempos del dengue. Parte de su obra ensayística está compilada en los libros La chancha con cadenas (1994); Cómo se lee (2003); Clases. Literatura y disidencia (2005) y Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes(2006). Fantasmas. Imaginación y sociedad y Clases... son parte de una trilogía. Asimismo, ha editado y compilado El violento oficio de escribir (1995) y Ese hombre y otros papeles personales(2007), ambos de Rodolfo Walsh. Actualmente trabaja en un libro que lleva por título La lógica de Copi.

En esta ocasión estará presentando su libro Fantasmas. Sibelius y Eterna Cadencia armarán un stand donde se podrá conseguir el libro así como otros títulos de la editorial.

viernes, septiembre 11, 2009

Trueque Arte por juguetes



Una iniciativa original, divertida y solidaria permite acercar a los chicos al arte a la par que donar juguetes a familias que los necesitan. El encuentro será el sábado a las siete y media en La Normandina.

Evento a realizarse en La Normandina (Roca y la costa, Playa Grande)
Inauguración 12 de septiembre 19:30 hs.
Cierre 3 de octubre 15 hs.

jueves, septiembre 10, 2009

Carta a mi escritor de arriba de la mesa de luz

Estimado Ariel Magnus:

Cuando comencé a leer una novela epistolar unidireccional donde un escritor quisquilloso le pide a la vieja que vive arriba suyo que cambie los zapatos que utiliza porque le molesta su ruido, coincidí por un instante con mis amigos que me retan por leer literatura argentina contemporánea, malversando muchas horas de lectura que serían más provechosas con clásicos.

Pero a poco de empezar, la empatía me hizo continuar entretenida con la lectura. Cuando el escritor insulta y suplica a su vecina que se quite los zapatos porque no puede tolerar su sonido, llega al reconocimiento de que los ruidos, tal vez, le molestan más de lo normal. Glosa, entonces, escritos y anécdotas de famosos pensadores aquejados de la misma dolencia, así como el caso de un escritor que en un acceso de locura incendió el taller de motocicletas que se encontraba al lado de su casa. Y me agradó por la identificación con este pobre escritor, ya que si bien tengo casi resuelto el molesto tema de la ausencia de silencio en mi casa, padezco mucho los ruidos en mi trabajo ya que la librería se encuentra en una calle comercial ruidosa y cercada de gente maleducada. Todos mis conocidos saben que mi suplicio diario es el camión de La Serenísima que se queda media hora en la puerta del negocio, y aunque alegue que perturba porque es parte del servicio que suministra este local el hacer escuchar los discos a los clientes, lo cierto es que el ronroneo constante del camión me altera los nervios. Agradecí mucho que contara que el problema de las sonoridades molestas no se solucionó, siquiera, yéndose a vivir al primer mundo extremo: Alemania, porque yo a veces creo que parte de las molestias auditivas tienen que ver con el país de cuarta que ocupamos. Por suerte Magnus nos alumbra al comentar que en Alemania las máquinas para limpiar son muy ruidosas, siempre están arreglando algo, y toda la población tiende a la borrachera y a tocar instrumentos.

Igualmente, uno de los pasajes que más me agradó es cuando tutea a la vieja y confiesa, enloquecido y sincero, sus íntimas dolencias y dudas. Que los ruidos le impiden escribir aquella novela que lo sustraiga a la mediocridad de la escritura de su generación: una pandilla de nihilistas desencantados aún antes de una vivencia que amerite la desilusión. Una legión de cínicos que se burlan de lo profundo vislumbrado como cursi y de la buena escritura entendida como pedantería.

“Yo soy parte de una generación perdida a la que le queda poco y nada de tiempo para producir algo digno antes de que se la coma la próxima. Los milicos aplastaron las utopías de nuestros viejos y mi camada se dejó entonces convencer de que el éxito no era ni buscarlo ni tenerlo, por lo que nos quedamos incluso sin la experiencia del fracaso. Ya de purretes mamamos la caída de toda esperanza con el muro y por eso creímos estar de vuelta de todo, cuando lo cierto es que nunca nos habíamos movido de nuestro corralito. El peso pasó a valer lo mismo que el dólar y nosotros a creer que vivíamos en la misma ciudad que Seinfield y que sus problemas, banales cuando no falsos, eran también los nuestros. La política dejó de ser una actividad honrada y el compromiso social se transformó en algo cursi, cosa de maricas. Ni siquiera es que tomáramos muchas drogas, porque también de los hippies estábamos de vuelta. […] ¿Sabés lo que significa escribir en un clima como ése, donde cualquier contenido está mal visto, donde hablar de temas serios se ha transformado en una grasada y dónde el anhelo de grandeza es una condena al ridículo? Y no estoy hablando de que mi generación esté compuesta por una manga de frívolos oligofrénicos, no querida, lo nuestro es mucho peor, lo nuestro es un refinado nihilismo festivo, una eufórica apología del vacío, una parodia consciente del existencialismo. Tanto cinismo nos confiere aires de gente adulta, pero lo cierto es que llegamos a la comedia sin haber pasado por la tragedia y recién ahora, ya entrados los treinta, nos empiezan a ocurrir cosas trágicas ante las que no sabemos cómo reaccionar porque nunca aprendimos lo que significa que te pasen cosas en serio.”

¿Qué decirte Ariel? A mi el camión de La Serenísima ni siquiera me priva de un escrito triste, sino de la lectura de aquellas novelas cuyo contexto de producción mencionás y de la escritura de reseñas sobre ellas. Que ni siquiera aparecen en Ñ o en ADN, sino en pequeños medios locales o en el blog de la librería. Y aunque mi labor sea subalterna dentro de lo subalterno, aún me creo con la prerrogativa, como si fuera Kant o Shopenhauer, de enojarme con los trabajadores manuales que no comprenden la labor intelectual.

Después, mi estimado Magnus, la novela se va a la mierda con las supuestas respuestas de la vieja, el viaje a Moldavia y la imaginación de ser el nietastro de la verduga, demostrando los niveles de absurdo que pueden aquejar la creación de alguien sugestionado por un ruido enloquecedor. La espiral de la locura se respira en cada página, como temo que me pase a mí todas las mañanas en la hora del ronroneo del camión. Por eso, como un mantra reparador, me gustó mucho este pasaje en carta a la vieja desde Moldavia:

“Extraño por eso no estar debajo suyo para probarme que puedo desentenderme de su taconeo sin el auxilio de tapones o ventiladores, simplemente con la fuerza de la no sugestión, la misma que deberíamos aplicar para probarnos que el infierno no son los otros sino nosotros mismos, mientras no aprendamos a ignorarlos.”

Estoy terminando esta carta con el camión verde y blanco frente a mis narices, tramando venganzas sutiles o dementes (ya he perpetrado algunas sin resultados positivos), mientras pienso que Cartas a la vecina de arriba me gustó mucho porque, igual que en otros trabajos de Magnus como Un chino en bicicleta y Muñecas, se resigna el gran relato serio, pero logra esbozarse idiosincrasias y manías con un humor que me encanta.

martes, septiembre 08, 2009

Navegar el dolor



Acabo de terminar de leer Aquarium de Marcelo Figueras y con las pestañas aún húmedas les cuento que es una novela fantástica. Figueras cuenta la historia de amor de Irit y Ulises, que es bien peculiar y conmovedora. La mujer de Ulises escapa de Argentina llevándose los hijos de ambos. Ulises, desesperado, llega a un Israel violento y hostil intentando recabar información sobre el paradero de sus chicos a cualquier costo.

En un incidente callejero, de los que ocurren tantos en un escenario donde cualquiera puede ser el enemigo, conoce a Irit que es una artista que trabaja en un centro de niños palestinos huérfanos. Sin siquiera poder comunicarse en una lengua común, se dan a un amor sin condiciones ni reparos. Irit ayuda a Ulises a buscar a sus hijos, Ulises ayuda a Irit a recuperar la idea de estar con un hombre que no sea un soldado. Figueras sugiere que en gran medida la pureza de la relación está dada por la ignorancia de las lenguas, por lo primitivo del encuentro, justamente en un lugar donde el otro siempre es enemigo:

“Ulises e Irit no podían malentenderse como los Franz y Sabina de Milan Kundera, porque ni siquiera compartían un lenguaje. La falta de este código en común les jugó a favor, evitándoles el peligro de esclavizarse a las palabras. En consecuencia su relación equivalía a la exploración de un territorio nuevo, sobre el que avanzaban sin reaseguros.”

Y como telón de fondo, Figueras nos pinta el paisaje de un Israel violento, paranoico, cercado por una comunidad musulmana empobrecida y despojada en la que los niños se enfrentan a los soldados con fusiles armados sólo con piedras. Un lugar demente que arrastra a todos. Un sitio que sólo podrá cambiar a partir de gente que decida mirar las cosas de forma diferente, como Irit que con su corazón demasiado grande, logra encontrar la belleza dentro del espanto y paga las consecuencias.

Figueras, además, construye pacientemente con pequeñas cuentas brillantes un relato tan sencillo como variado. La mentalidad de un psicólogo que al trabajar con los presos ha quedado cautivo de su lógica, las ideas de una artista cuya forma de moldear los materiales quedó signada por la lectura de un poema de Bishop, la analogía entre el desierto y el mar, un acuario como lugar de encuentro y entendimiento entre dos viudeces, un niño que ha perdido y encontrado todo, y un narval de belleza desconcertante. Danny –un niño huérfano del que no logran determinar la etnia– condensa las imágenes de dolor y fragilidad expresadas fragmentariamente en la historias de Irit y Ulises y Miriam y David. En la escena del acuario cristalizan todos los fragmentos compuestos en un momento de gran belleza y potencia dramática:

“Sentada en el banco obtiene una perspectiva (Danny diminuto, el cristal azul, el narval que parece flotar en el aire) que le hace lamentar su olvido de una cámara de fotos. […]

Precioso niño, oye que le dicen.

Su interlocutor es el viejo elegante con quien comparte el asiento. […]

La mayor parte de los niños grita de miedo, dice el viejo. Perturbados por formas y proporciones desconocidas, por la superposición de elementos que nunca han visto juntos: ese cuerpo sin aleta dorsal, esas manchas, ese cuerno. Otros golpean el cristal para llamar la atención. Con los puños, con monedas: un ruido horrible y agresivo. En cambio este pequeño se permite contemplar. Es un don raro en esta sociedad que nos acostumbra a tenerlo todo chasqueando los dedos. Hay algo sagrado en aquel que espera. Mientras el resto se ocupa de sus afanes, verá cosas que nadie ve.”

En Figueras la experiencia inmediata marca de forma insoslayable y honesta. El autor cubrió periodísticamente la segunda Entifada, de allí surge el conocimiento de un escenario (no sólo geográfico, sino esencialmente humano) y un conflicto a partir de la ecuanimidad en la comprensión del absurdo que supone toda guerra. Por otro lado, una serie de lecturas y músicas eclécticas conforman el espectro de referencias y sensibilidades. Trabaja con canciones de Brel, historias de Murakami, Kundera o Salinger… Un material diverso como el que utiliza la escultora para plasmar todas esas cosas terribles que quiere expresar. Pero uno de los elementos que más me gustó –porque era lo desconocido dentro de un territorio simpático por conocido– está la poesía de Elizabeth Bishop, que comparto con ustedes más abajo por si nos hermanamos en la ignorancia. Lo interesante es la forma en que Figueras trabaja con el proceso de construcción del poema, la manera en que se canalizan los procesos artísticos (no arrebatos inspirados, sino producto de una minuciosa tarea de preparación en la que se seleccionan elementos) y la analogía con la forma de elaborar los duelos.

“Navegó el dolor a sabiendas de que llegaría a alguna orilla, tarde o temprano. Con un poco de suerte arribaría a la aceptación que le transmitía One Art. No quiso apresurarse, todavía era novata en el arte de la pérdida; con el tiempo llegaría a practicarlo con algo parecido a la elegancia.”

One art
Elizabeth Bishop (EEUU, 1911-1979)

The art of losing isn't hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn't hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother's watch. And look! my last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn't hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn't a disaster.

-- Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan't have lied. It's evident
the art of losing's not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster.


Un arte

El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, las horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aún perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.

martes, septiembre 01, 2009

Intoxicación con el pasado

Un dolor de cabeza espantoso me acometió al regreso de un viaje. Lo atribuí al exceso del ocio: a la comida, la calefacción, el dormir. Cuando muchas horas después de comer liviano, Ibupirac, sueño y retorno a la rutina, el dolor no había cesado... comencé a pensar en una intoxicación. Revisé minuciosamente lo que había comido para concluir que nada podía haberme hecho mal. Mi dolor de cabeza era tan espantoso que ni siquiera podía leer, y tuve que abandonar la novela que había empezado golosamente al iniciar el viaje. Se trataba de El pasado, de Alan Pauls.

Mi relación con los libros de Pauls fue como un rodeo para llegar al centro. Leí Wasabi impactada por la frase perfecta y la brillantez para contar el mundo sentimental, aluciné con La vida descalzo, unas memorias de veraneos que parecen llevar en sus hojas ese aroma de playa mezcla de Rayito de sol, salitre y transpiración, me fasciné con Historia del llanto con pasajes que me hicieron reír hasta las lágrimas que no conseguía el protagonista, y admiré la perfección de El efecto Borges.

Leía a Pauls, pero siempre con la conciencia de estar eludiendo la obra más importante. Y sabía que la esquivaba no porque me acobardaran sus más de quinientas páginas, sino porque el instinto de supervivencia me animaba a eludir un libro que no me tocaba de costado. Pero claro que el morbo y la falsa creencia en mi fortaleza emocional me hicieron llevar el libro a mis vacaciones y leer de un tirón sus primeras doscientas páginas. La manera en que Pauls habla de las relaciones es tan contundente que alarma. En sus parrafadas absurdas, donde un paréntesis sobre la enagua que asoma por debajo de la pollera de la amante del padre de su exnovia abre un recuerdo sobre la maestra de cuarto grado que se extiende por veinte páginas y nunca retorna a su punto de inicio, existe una lógica inexorable sobre lo que se quiere contar. La ruptura de una relación muy larga no sólo acarrea la pérdida de la persona amada (reemplazable, tal vez, por otro cuerpo, otro olor, otras locuras) sino que nos enfrenta al peso mismo del pasado plagado de recuerdos.

Llegada a este punto de suspensión de la lectura por el dolor atroz que me impedía pensar con lucidez el presente, aunque me permitía intuir alguna que otra evidencia, caí en la cuenta de que estaba intoxicada de El pasado. Que sus párrafos eternos y dolientes habían producido un empacho como si de docenas de Havanetes se tratara. Pero claro, ¿cómo renunciar al final de la historia de amor entre el desalojado de voluntad Rímini y la obsesiva Sofía? No. Y convaleciente de mi dolencia, mientras las puntadas tras los ojos continuaban, retomé la novela.

Por suerte el libro decae en intensidad después de la primera mitad. Luego de una maestral introducción en la que Pauls nos narra un amor perfecto y mimético, su final, algunas hipótesis sobre este, y el patetismo de un Rímini que con tal de no enfrentarse a Sofía, recurre a la compulsión de su trabajo como traductor, la adicción a la cocaína y la masturbación y el cautiverio de una novia enferma de los celos que mantiene a raya el pasado; el libro pasa a una fase confusa plagada de exageraciones en la que Rímini pierde su don con las lenguas, se transforma en padre de familia y pierde todo, se encierra en el departamento de su padre a auto compadecerse, se transforma en entrenador de tenis y va preso por robar un cuadro. Lejos de encontrar en este pasaje un estancamiento, yo creo que es una tregua hacia el lector, porque si Pauls hubiera seguido su relato corrosivo de certezas como en las primeras páginas se hubiera transformado en un libro odioso. Así, la dosis de ficción de un Rímini perdido en San Pablo, con una amante vieja con plata, las peripecias de un cuadro de Rieltse permiten que sea una novela con la cuota necesaria de sinsentido que nos permita reponernos para el final.

Sobre el desenlace el dolor de cabeza retorna recrudecido, pero lo combato a puro migral para terminar una de las novelas más terribles de la literatura argentina reciente con efectos devastadores sobre la vida del lector. Un libro que te arrastra, te cachetea, te enferma y te indigna. Cómo ser Rímini y Sofía y vivir EL amor, pero como –por favor– nunca ser ellos: obsesivos, aferrados a un par de cajas de fotos viejas, inhallables para sí sin el otro, desangrados por sus propios sentimientos.